Vania Millán Miras.
Es cierto que en estos últimos tiempos y de una manera casi cotidiana, hemos tenido noticias de que determinadas empresas están en concurso. Grandes y medianas empresas han sucumbido a los efectos de la crisis, dando una imagen a este procedimiento concursal más destructiva que constructiva.
Esa imagen del concurso de acreedores en España como signo de fracaso, nos ha llevado a rechazar este procedimiento hasta el último momento posible. Sin embargo, con una mirada más amplia en Derecho comparado, hay que señalar que no es así en otros países.
A modo de ejemplo, en Estados Unidos, a diferencia de nosotros, este mecanismo es considerado como una medida de protección más que como un puente a la autodestrucción. Para ellos, la figura de la Bancarrota -como se regula en la Ley de Quiebras de Estados Unidos- se utiliza para salvar empresas y lograr su reorganización, teniendo muy buena valoración que los directivos la adopten. Se trata de un mecanismo concebido como un gran instrumento de apoyo y de protección al empresario.
Lo cierto es que en nuestro derecho, el procedimiento concursal también persigue esa finalidad, y lejos de ser visto como un estigma o como algo que perjudica la imagen de la empresa, si es formulado en el momento oportuno y manejado de manera adecuada, puede traer importantes beneficios o ventajas para la empresa. Entre otros, y sin profundizar, se puede decir que permite que los acreedores se integren en la masa pasiva, que impide que se ejerzan acciones legales contra la compañía o que se paralicen las ejecuciones pendientes.
Es importante, en este sentido, no dilatar la solicitud de concurso cuando se den las causas para ello, no sólo por evitar el detrimento de la empresa, sino también por evitar una posible responsabilidad de los administradores o, incluso que sea uno de los acreedores el que lo solicite, debiendo asumir entonces las consecuencias de un concurso necesario.
¿Pero qué es el concurso y quien puede solicitarlo?
El concurso de acreedores es un procedimiento judicial que se inicia por la situación de insolvencia del deudor común, sea este persona natural o jurídica. Como se extrae del art. 2 de la Ley Concursal: “se encuentra en estado de insolvencia el deudor que no puede cumplir regularmente sus obligaciones exigibles”, es decir, aquella empresa que ya no puede hacer frente a sus pagos.
El concurso puede ser solicitado por el propio deudor, tratándose entonces de un concurso voluntario, donde el deudor no pierde las facultades de administración y disposición de su empresa, pero sí requerirá del consenso de la Administración Concursal, nombrada a tal efecto, para determinados actos.
En el caso de que lo soliciten cualquiera de los acreedores -como también está previsto en la Ley-, estaremos ante un concurso necesario y, en este caso, los Administradores Concursales sí intervienen en la administración de la empresa, sustituyendo al deudor. Sin perjuicio de la posible responsabilidad en la que el deudor pueda incurrir en el momento de calificación del concurso.
¿Y cuál es el objetivo del concurso?
El objetivo del concurso no es otro que conseguir llegar a un acuerdo entre todos los acreedores y el deudor común. Para ello, se buscará aprobar un Convenio donde se establecerán las quitas y/o esperas para la satisfacción de los créditos, todo ello dentro de los límites establecidos en la ley y teniendo en cuenta la posibilidad de continuación de la empresa. En el caso de imposibilidad en la aprobación del convenio o insuficiencia de bienes, habrá que ir a un plan de liquidación para que con lo que resulte del mismo se pueda pagar a los acreedores en el orden establecido en la ley.
En definitiva, el concurso se postula como uno de las armas legales que dispone la empresa con carácter previo a que se produzca el verdadero derrumbe de la sociedad ante la incapacidad de efectuar sus pagos corrientes.