De aquellos timos, grandes estafas

Jacinto Martínez Polo. Desde mis ya lejanos años de estudiante de Derecho sentí una especial predilección por una figura delictiva imperecedera y que (es mi punto de vista) existe desde que el mundo es mundo y es horadado por el píe del ser humano. Y es que la picaresca no ha encontrado aún fronteras.

Me refiero a la estafa, en técnica jurídico-penal al tipo básico de la estafa cuya descripción ha permanecido -prácticamente- inalterada desde el Código Penal de 1848 (o Código Pacheco, base de todas las posteriores reglamentaciones penales).

Remitiéndonos al inmediato precedente del vigente Texto Punitivo, el Código Penal aprobado por el Decreto 3096/1973, de 14 de septiembre, vemos que en el primer párrafo de su artículo 528 disponía que:

“Cometen estafa los que con ánimo de lucro utilizan engaño bastante para producir error en otro, induciéndole a realizar un acto de disposición en perjuicio de sí mismo o de tercero”.

Esta redacción pasó, casi en su literalidad, al artículo 248.1 del vigente Código Penal, aprobado por la Ley Orgánica 10/1995 de 23 de noviembre, (el llamado Código Penal de la Democracia), cuya redacción ha sido respetada por la Ley Orgánica 1/2015 , de 30 de marzo. Así, el citado precepto dispone literalmente que:

“1. Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno”.

Delito que me ha atraído por elemento que lo define, lo diferencia de cualquier otro y le da su razón de ser, EL ENGAÑO.

Son reiteradísimas -casi inacabables- las Sentencias que de la antigua Sala 2ª, hoy Sala de lo Penal, del Tribunal Supremo han determinado los elementos que estructuran el delito de estafa:

  1. La utilización de un engaño previo por parte del autor del delito, para generar un riesgo no permitido para el bien jurídico.
  2. Que ese engaño desencadene el error del sujeto pasivo de la acción.
  3. La existencia de un acto de disposición patrimonial del sujeto pasivo, debido precisamente al error, en beneficio del autor de la defraudación o de un tercero.
  4. Que la conducta engañosa sea ejecutada con dolo y ánimo de lucro.
  5. Y que de esa conducta engañosa se derive un perjuicio para la víctima. Perjuicio que, como apunta el Alto Tribunal, que debe tener su causa en la acción engañosa y concretarse en el mismo el riesgo ilícito que para el patrimonio de la víctima supone la acción engañosa del sujeto activo.

Cabe citar, a título ilustrativo, como Sentencias de referencia las siguientes de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, la Sentencia 220/2010 de 16 de febrero (RJ 2010, 2355); la Sentencia 752/2011, de 26 de julio (RJ 2011, 6322); la Sentencia 465/2012, de 1 de junio (RJ 2012, 6721) y la Sentencia 900/2014, de 26 de diciembre (RJ 2014, 6797)

Llegados a este punto, y respecto del elemento del engaño, debe destacarse que tanto la Doctrina como la Jurisprudencia han concluido que solamente estaremos en presencia de una estafa cuando se materialice un engaño capaz de viciar la voluntad del transmitente y determinar un desplazamiento patrimonial generador de perjuicios. De esta manera, y a sensu contrario, habrá o estaremos ante una ausencia del delito de estafa cuando haya ausencia del engaño.

Este engaño, definidor de la estafa y que debe ser siempre antecedente a la disposición patrimonial, en cuanto generador del acto dispositivo, debe así mismo cumplir el requisito de ser bastante.

Tanto la doctrina científica como la jurisprudencia han coincidido en la dificultad que entraña poder calificar como bastante una conducta engañosa. La Sentencia del Tribunal Supremo 1508/2005, de 13 de diciembre (RJ 2006, 4176) determina que la calidad del engaño tiene que ser sondeada conforme un doble baremo:

  1. Un baremo objetivo, que va referido a “un hombre medio y a ciertas exigencias de seriedad y entidad suficiente para afirmarlo”.
  2. Y un baremo subjetivo, que debe tener presente “las concretas circunstancias del sujeto pasivo”.

Así y conforme la Sentencia citada, “la cualificación del engaño como bastante pasa por un doble examen, el primero desde la perspectiva de un tercero ajeno a la relación creada y, el segundo, desde la óptica del sujeto pasivo, sus concretas circunstancias y situaciones, con observancia siempre, de la necesaria exigencia de autodefensa, de manera que se exigirá en el examen del criterio subjetivo una cierta objetivización de la que resulta una seriedad y entidad de la conducta engañosa”.

En conclusión y retomando la idea inicial, no hay estafa sin engaño.

Y ese engaño, cabe preguntarnos, en qué comportamiento humano -delictivo- puede ser constatado, advertido, con mayor claridad. Sin duda alguna en el timo. Timo o acción o efecto de timar (según el diccionario de la RAE), que sin perjuicio de ser un verbo de la primera conjugación, consiste en “quitar o hurtar con engaño”.

Nuevamente, el engaño. Quién no recuerda a Paco y Virgilio (es decir, a Tony Leblanc y Antonio Ozores en la película dirigida por Pedro Lazaga en 1959 “Los Tramposos”) dando el timo de “la estampita” a un pobre (¿?) hombre de pueblo en la antigua estación de Atocha de Madrid.

Paco (Tony Leblanc) en su papel de tonto ful y con un sobre aparentemente lleno de billetes, atraía a un recién llegado a la capital desde el pueblo al reclamo de “estampitas, estampitas…” que iba desperdigando por el suelo y pegando con saliva en el mobiliario urbano. El recién llegado, el julai, mientras reconvenía el comportamiento del tonto se veía sorprendido por Virgilio (Antonio Ozores) que en su papel de hombre piadoso y recto (no en vano vestía hábito), el listo, convencía al auténtico tonto -el timado o sujeto pasivo- de que era mejor para el tonto, dadas sus escasas luces, que le cambiara el dineral que llevaba en el sobre por lo que pudiera llevar él encima, pues ese pobre ser no era capaz de comprender y dar valor al dineral que llevaba encima.

La trampa estaba servida.

El hombre de pueblo, la víctima, tentado en su avaricia y dejándose llevar por ella, convenía con el listo que tenía razón, que era mejor comprarle al tonto las estampitas. De esta manera, engañado, le daba al tonto todo su dinero a cambio de una auténtica fortuna que, al final, resultaba ser un montón de recortes de periódicos.

Se consumaba así el paradigma de la estafa, en la que los sujetos activos, guiados por un ánimo de lucro propio, causaban un engaño bastante sobre el sujeto pasivo con el fin, conseguido, de que se efectuara una disposición económica a su favor y en claro perjuicio de la víctima, que, como fruto de su avaricia, tan solo obtenía un puñado de papel.

Con independencia de la simpatía o antipatía que nos puede causar la película cuya escena he intentado transmitir, lo cierto es que esta nos tiene que servir de advertencia, pues el timo vuelve a estar de moda, vuelve a llevarse el engaño.

No hablo ya del phising o del skimming, de las “cartas nigerianas” o de “la mancha” ni siquiera de las falsas “ofertas de trabajo” (que en el supuesto del puesto de “agente financiero” puede suponernos una condena por un delito de blanqueo de capitales -ya volveré sobre ello-), sino de los clásicos, “la estampita” -supuesto antes narrado-, “el tocomocho”, “el familiar” o “el nazareno”. Parece ser, que la crisis económica, de la que nos dicen que estamos saliendo, ha hecho que se reediten los clásicos.

Especialmente vulnerables a estas actividades delictivas son las personas mayores, que en su especial inocencia y desvalimiento, son victimas potenciales.

Ante ello, y a modo de conclusión, hago un llamamiento a que se extreme la precaución, ya que nadie vende duros a pesetas, y a que, sino es por solidaridad al menos por un mínimo de pundonor, no se permita que se engatuse a quienes tienen más posibilidades de ser engañados.